“Vivamos la milicia del cristianismo con buen humor

de guerrillero, no con hosquedad de guarnición sitiada”.

Nicolás Gómez Dávila

“Estoy inaugurando en la Argentina la literatura anticlericalosa. En todos los países católicos existe y aquí es una vergüenza. Los eclesiásticos, como toda sociedad humana, tienen sus defectos, abusos y ridiculeces y si no existe un contraveneno, el córrigo-ridendo-mores, campan con todos sus respetos, como una murga cualquiera”.

Padre Leonardo Castellani


martes, 2 de septiembre de 2014

Bienaventurada Ira




Aristóteles dijo que "la ira es más natural que la concupiscencia''.
Santo Tomás de Aquino ha realizado un estudio sumamente minucioso y ricamente fundamentado de esta curiosa pasión, tan mezclada de razón y jus­ticia, tan connatural al hombre, y que, sin embargo, hoy parece estar proscripta por haber corrido la suerte de aquellas con las que entra en composi­ción.
Habrán notado que casi nadie se permite "airar­se". Por todas partes se escucha decir "¡No te pongas así...!", "¡No te irrites...!" Y lo que suena peor es el consabido sonsonete de "¡No vale la pena!" que si­gue a esto.
Sí, en ese "no vale la pena" está el problema prin­cipal, porque evidencia que quien lo dice ha caído en el relativismo y la indiferencia.
En airarse no hay nada anormal. Lo anormal está en la razón enferma que no encuentra motivo pa­ra airarse, porque "relativismo" e "indiferentismo" son patologías de la inteligencia.
La ira es una pasión que resulta de un razona­miento porque "la ira es apetito de venganza, y esta im­plica una comparación de la pena que ha de aplicarse y el daño recibido; por lo cual dice el Filósofo que «quien silo­giza porque tiene que argüir a alguien, se irrita». Ahora bien, comparar y silogizar es propio de la razón. Luego, también la ira se da en algún modo con la razón".
Y más adelante va a afirmar el Angélico: “Como dice el Filósofo, «la ira escucha de algún modo a la ra­zón», que le anuncia que se ha sufrido una injuria; «pe­ro no la atiende del todo», porque no observa la regla de la razón en contrapesar la venganza. Para la ira, por tanto, se requiere algún acto de la razón y algún impedi­mento de ella (...)" ("Suma Teológica", Ia II*-, cuestión 46, a. 4).


Nuestra parte sensitiva vive de los datos que percibe a través de los sentidos. La incompletitud sensitiva del animal racional busca colmarse usan­do dos potencias: el apetito concupiscible y el ape­tito irascible.
Por la primera, procura el bien porque es delei­table y conveniente a los sentidos, bien que, cuando es de difícil o ardua consecución, pone en actividad la segunda potencia, el apetito irascible, el que tendrá a su cargo rechazar cualquier obstáculo que se oponga al logro de ese bien.
"La capacidad de irritarse fue dada a los seres sensi­bles para que dispongan de un modo de derribar obstácu­los, cuando la fuerza volitiva se ve impedida de lanzarse hacia su objeto, a causa de las dificultades que se ofrecen para conseguir un bien o evitar un mal” (op. cit., Ia II*, cuestión 23, a. 1).
Ahora bien, como todo apetito (tendencia, de­seo) necesita un moderador que lo encauce según la recta razón. Ese moderador serán dos virtudes: la fortaleza (que la usará según la medida de la pru­dencia para resistir el mal) y la templanza (que le se­ñalará el límite de su manifestación y de la repara­ción).
Las dos, fortaleza y templanza, sabrán moderar cualquier tendencia desenfrenada dejando a la pru­dencia suficiente espacio para obrar. Pero lo propio de la prudencia es, como se apuntara con tanto acierto, más que conocer, decidir rectamente. Así, la decisión recta buscará la restitución del orden, y en eso consiste la justicia.
Mientras obre la virtud rectora de la prudencia, la justicia de la venganza estará asegurada y, ante el obstáculo que se opone al alcance de un bien o la in­juria que quiebre el orden de la justicia, no habrá "iracundia" (pecado capital que consiste en un do­minio de la ira sobre quien la padece, o en la cólera que carece de motivación); sino "ira" (pasión natu­ralmente humana y necesaria para la básica conser­vación de la especie, y para la racional conservación del orden justo).
Vemos así que la ira es una pasión que presupo­ne una actividad intelectual y un claro sentido de justicia.
Si por el relativismo se ha envilecido la razón hasta considerar que no hay bienes que absolutamente deban ser defendidos, lo más probable es que se niegue a la ira los fueros que la naturaleza le reconoce.
Y si por indiferentismo se le impide a la voluntad procurar la restauración del orden por la justicia, es casi seguro que se prohibirá todo deseo de venganza.
Entonces, la ira queda sin causa y pasa a convertirse en una patología psiquiátrica que hay que calmar con tranquilizantes.
Ahora bien, ya hemos hablado de "venganza", y la venganza, ¿acaso no es un sentimiento poco cristiano?
A esto respondemos con el Santo Doctor que "la ira sólo es culpable cuando no obedece al precepto de la razón al vengarse".
Sentado esto, se deduce que quien obedece al precepto de la razón al vengarse, no tiene culpa. La venganza que procura la ira, cuando se sujeta a la recta razón, es un acto de justicia.
A tal punto que, mediando justa causa, la ausencia de ira es una falta. Es una falta contra la justicia que no se procura restablecer y es una falta contra la naturaleza racional que manda airarse cuando el equilibrio que impone la justicia es alterado o disuelto.
"La ira desea el mal en cuanto tiene razón de justa venganza, y por eso se refiere a lo mismo a que se refiere la justicia y la injusticia, pues inferir la venganza o castigo pertenece a la justicia. Por consiguiente, tanto por parte de la causa, que es la lesión inferida por otro, como por parte de la venganza que desea el irritado, es evidente que la ira pertenece a los mismos a quienes pertenecen la justicia y la injusticia" (op. cit., Ia IIa, cuestión 46, a. 7).
De tal manera, si la ira mueve a la justa venganza y la justa venganza nace del deseo o apetito de reparar un daño (causando un daño proporcional), entonces la causa de la ira es la injuria que la precede.
Hasta aquí se puede observar que todo se va concatenando y deduciendo del modo más conforme a la naturaleza. Lo antinatural sería, a todas vistas, desconocer el mal que se nos infiere con un acto injurioso.
El desconocimiento de un mal así, solamente podría explicarse por un indiferentismo a la moda estoica (la "apateia") u oriental (el llamado nirvana), que no son otra cosa que un nihilismo de la conciencia moral.
Hay en la base de todo indiferentismo un problema epistemológico: el rechazo de la posibilidad de conocer, de llegar al ser de las cosas, que es facultad de la inteligencia, y este es estigma del idealismo subjetivista.
Esta posición produce obligadamente una ruptura entre la realidad conocida y el sujeto que conoce, dicha ruptura lleva al cognoscente a encerrarse en sí mismo hasta perder la natural inclinación a "tomar partido".
Y no puede "tomar partido" quien no se considera capaz de reconocer la entidad cierta de un bien que debe defenderse, y por consiguiente, de sublevarse a causa de una ofensa, desconocimiento, o destrucción de ese bien.
Así, no reconocerá una injusticia, ni será capaz de justipreciar el quebrantamiento del equilibrio, por lo que tampoco se sentirá justificado para airarse.
"La ira es el apetito de causar daño a otro por razón de justa venganza; y la venganza no tiene lugar sino cuando ha precedido injuria. Pero no toda injuria provoca a venganza, sino solamente la que afecta a quien desea la venganza; pues así como cada ser desea naturalmente su bien propio, así también naturalmente rechaza el mal propio. Ahora bien, la injuria sólo afecta a aquel contra quien de algún modo se hace algo. Luego el motivo de la ira es siempre algo que se ha hecho contra uno" (op. cit., Ia II*, cuestión 47, a. 2).
Continúa el Santo Doctor con esta contundente afirmación: "Todas las causas de la ira se reducen al menosprecio", y, siguiendo a Aristóteles, apunta tres clases de menosprecio: "desdén", "oposición" (o impedimento para cumplir nuestra voluntad) y "contumelia".
Se ve aquí que las tres formas de menosprecio exigen certeza del bien que encierran las cosas, pero la certeza, como su nombre lo indica, demanda la posibilidad de un conocimiento cierto de las cosas por parte del sujeto.
Así, en el "desdén" habrá un desprecio de lo que consideramos bueno; "oposición" dirá contrariedad del bien que se procura (aunque sea aparente y no real); y "contumelia" será el desconocimiento de un bien que se pretende conservar intacto por conocérselo absoluto: el honor, la honra (propia o ajena, pero de un "ajeno" que nos importa tanto como nosotros mismos).
Todo lo dicho caerá por su base en una postura relativista.
En la cuestión 48, el Doctor Angélico nos habla de los efectos de la ira, y a la pregunta de si la ira puede "producir delectación", responde afirmativamente.
A la tristeza de la injusticia sufrida, sigue el deseo de venganza, y a la sanción compensatoria sigue la "delectación".
En esta delectación, y por imposición del mismo razonamiento que hemos hecho, no habría pecado. La restitución del orden debido, que realiza la justicia, es causa obligada de alegría. Lo contrario sería anómalo.
Otra vez nos vemos en la necesidad de marcar la "anomalía" de un indiferentismo pacifista.
Bien que todo ánimo de venganza, por muy justa causa que tenga, tendrá que dejarse informar por la humildad y la misericordia porque ambas orientan a la recta razón y la recta razón siempre debe imperar. Esto garantiza la brevedad de la cólera, como así también su moderación.
Por último, lo que se pregunta el Doctor Común es "si es lícito airarse". Lo hace en la IIa II*, cuestión 158.
Responde con una paráfrasis de dos pensamientos del Crisóstomo: "Quien se irrita sin motivo es culpable; pero quien se irrita con causa justa no es culpable. La prueba es que, si no existiera venganza, no aprovecharía la doctrina, ni subsistirían los tribunales, ni serían reprimidos los crímenes.
"Quien, habiendo justa causa, no se irrita, peca. La paciencia irracional es semillero de vicios, fomenta la negligencia e incluso a los buenos incita al mal".
La ira, como señala el Angélico, es "deseo de venganza" y éste puede ser bueno o malo. Pero aún el bueno puede degenerar en malo cuando se cae en el exceso o en el defecto, así en la ira "puede darse pecado por airarse más de lo conveniente o menos de lo conforme a la norma racional. Pero, mientras la ira permanezca en el círculo de la razón recta, es laudable" (op. cit., IIa II*, cuestión 158, a. 1).
Ahora bien, hay que poner cuidado en lo que se entiende por "recta razón". Es evidente que el teólogo Santo Tomás de Aquino, en una obra teológica que refiere todo a Dios Nuestro Señor como a su Principio y Fin Último, subordinará la razón a la Caridad.
De ahí que el Santo nos afirme que es "ilícito desear venganza buscando el mal de quien la debe sufrir; pero desearla para corregir los vicios y conservar la justicia es laudable; y hacia ese fin tiende el apetito sensitivo dirigido por la inteligencia" (op. cit., IIa IP, cuestión 158, a. 2).
Para terminar, y volviendo sobre la connaturalidad de la ira, llama la atención la comparación que hace el Angélico de esta pasión con la concupiscencia.
Esta comparación ya aparece en la ética aristotélica, por eso iniciamos el presente trabajo con esa frase del Filósofo: "La ira es más natural que la concupiscencia".
Santo Tomás afirma que "Si consideramos la naturaleza del hombre por parte de la especie, esto es, en cuanto racional, así la ira es más natural al hombre que la concupiscencia; por cuanto la ira se da más con la razón que la concupiscencia; por lo cual dice el Filósofo que «es más humano castigar —lo que pertenece a la ira— que ser apacible», pues todos se alzan naturalmente contra las cosas contrarias y nocivas" (op. cit., Ia II, cuestión 46, a. 5).
Sin embargo, de acuerdo a la época que nos ha tocado vivir, parecería ser la concupiscencia más natural que la ira.
Es más fácil ver hoy caer a un hombre en la búsqueda desenfrenada de los placeres venéreos, por ejemplo, que verlo dejarse arrastrar por un arrebato de ira ante una injusticia.
Salta a la vista que las cosas se encuentran invertidas.
Y la naturaleza, ¿acaso puede ser modificada? Ciertamente que no, debido a que la ley natural es eterna, tan eterna como la Ley Eterna de la que ella es reflejo, que no es otra cosa que la Sabiduría de Dios que pensó las esencias desde toda la eternidad.
Una esencia no se altera, solamente se degrada en su misma línea: dicho con otras palabras, se envilece.
Y es un envilecimiento de la naturaleza humana lo que vemos, no una alteración.
Sostiene el Santo Doctor que una forma eficaz de combatir el afán de placeres sensitivos a la que llega una voluntad debilitada, es proponer al espíritu una obra difícil y hasta ardua, que exija un ejercicio de la fortaleza (ayudada por el impulso de la ira) en el combate.
"Cuando a la voluntad corrompida, que va a la deriva en el ejercicio de lo sensible, se le une una falta de fuerzas para irritarse, tenemos el caso de una degeneración total y sin esperanzas. Tal situación es la que se presenta cuando un sector de la sociedad, un pueblo o toda una cultura están maduros para su extinción" (Pieper, Joseph: "Las virtudes fundamentales", Ed. Rialp, Madrid, 1976, pág. 287).

CARMEN FERNÁNDEZ

Revista Iesus Christus N° 81, Mayo/Junio de 2002.
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