“Vivamos la milicia del cristianismo con buen humor

de guerrillero, no con hosquedad de guarnición sitiada”.

Nicolás Gómez Dávila

“Estoy inaugurando en la Argentina la literatura anticlericalosa. En todos los países católicos existe y aquí es una vergüenza. Los eclesiásticos, como toda sociedad humana, tienen sus defectos, abusos y ridiculeces y si no existe un contraveneno, el córrigo-ridendo-mores, campan con todos sus respetos, como una murga cualquiera”.

Padre Leonardo Castellani


domingo, 18 de agosto de 2013

Sobre el humor



Dibujo de Gilberto K. Chesterton


Tener sentido del humor es un buen signo de salud mental. Porque el humor, del que brotan la sana ironía, la risa fresca, la alegre carcajada, implica la percepción de lo absurdo, de lo contradictorio, de lo desproporcionado, de lo deforme. Y es condición imprescindible para esta percepción el ser dueño de un intelecto sano, capaz de contemplar y comprender al ser en su armonía y en el resplandor de su belleza.

Por eso el humor verdadero es un privilegio del pensamiento realista. El mundo moderno, sumergido en el devenir heraclitiano, se ha vuelto incapaz de percibir lo absurdo, lo contradictorio. Su inteligencia ha roto el orden del ser, cerrada en su propia conciencia, ha apostatado de los primeros principios, nega­do su evidencia inmediata. El humor marxista no es auténtico y por tanto no es humor. Es ácido, agrio, corrosivo, una herramienta de lucha dialéctica al servi­cio de la destrucción, de la disgregación. Ello se debe a que el marxista, al in­troducir la contradicción en el mismo corazón de la realidad, se vuelve ciego para contemplar la armonía de las formas y, por tanto, del ridículo de lo deforme.

Dios se ríe del impío, dice la Escritura. Quien combate el buen combate de la Verdad, necesita del humor como de un ingrediente imprescindible para la salvaguarda de su equilibrio intelectual, psíquico, e incluso hepático. Porque el mal, manifestado en el error, en la mentira, en el pecado, no sólo es trágico y perverso: es cómico, es ridículo. Sería sólo trágico si el principio del mal fuera un Dios malo, como el de los maniqueos o el de los persas. Pero el diablo es una creatura a la que su absurda soberbia lleva a querer igualarse con el Crea­dor. Es el “mono de Dios” y, a la larga, su imitación deviene una parodia la­mentable. La Edad Media tomaba muy en serio al Adversario. Pero también sabía burlarlo y burlarse de su jeta siniestra y deforme.

Todo lo que es falso y pecaminoso lleva el sello de lo satánico y, por lo mismo, participa irremediablemente de su carácter simiesco. Quien no sea ca­paz de comprenderlo, podrá combatir por el Bien y la Verdad, pero su combate adquirirá el tono oscuro y amargo propio del calvinismo o de los jansenistas. En el buen combate es menester combatir con alegría, no la alegría ruidosa y superficial que nace de un optimismo tan ciego como estúpido, sino aquélla otra serena y profunda, propia de quien lleva en su alma como una semilla la incoa­ción de la gloria, la paz y el gozo de la victoria final. Quien lucha por la Ver­dad con amargura, transforma la Verdad en una cosa amarga, que repele y que repugna. No basta luchar por la Verdad: hay que amarla y hacerla amar. Por­que la Verdad, que es Bien y es Belleza suprema y armonía, es en sí misma e infinitamente amable.

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